Articulo publicado originalmente en 2006, y que sacamos ahora en memoria del fallecido profesor Buchanan.
¿Por qué las cuestiones políticas suenan tan ajenas a las preocupaciones del ciudadano común? El parlamento representativo, palestra democrática por excelencia, tendría que ser el foro donde los mandatarios discuten lo que conviene a sus electores. Paradójicamente, eso no ocurre a menudo: la mayoría de los ciudadanos nos sentimos ajenos al debate de nuestros políticos.
Esta sórdida realidad atrajo la atención, hace más de medio siglo, de James Buchanan, premio Nóbel de Economía y fundador de la teoría de la elección pública (Public Choice Theory). En su opinión, hay que contemplar la política con sentido común, abandonando el habitual romanticismo académico. Buchanan sostiene que cuando un individuo accede a un cargo público, ejerce ese puesto obedeciendo a intereses personales. El burócrata es un sujeto que simplemente cambia de situación, pasando de la esfera privada a la pública: un nuevo mercado con distintas condiciones. Los “clientes” en este medio son los grupos de interés (conglomerados corporativos, organizaciones políticas, etc.), que buscan una clase de bienes (favores y privilegios) que sólo el gobierno puede alcanzar, a cambio de un precio (contribuciones de campaña, apoyo electoral, alianzas, etc.).
De acuerdo con Buchanan, el factor que facilita el alejamiento entre la decisión política y nosotros es la ignorancia racional. Siguiendo este planteamiento, la falta de interés del ciudadano en las cuestiones del gobierno se puede comprender como el resultado de un rudimentario estudio coste-beneficio. Para la mayoría de nosotros, enterarse a fondo de la actualidad política es costoso, porque requiere tiempo y esfuerzo; y poco beneficioso, porque la probabilidad de cambiar la situación a través del voto es reducida. Además, el debate público se refiere a cuestiones complejas que, a pesar de su trascendencia social, no nos afectan directamente y, por lo tanto, no merecen nuestra urgente atención. ¿Régimen autonómico? ¿Migración? ¿Política exterior? ¿Eutanasia? Bastante abrumados estamos ya con nuestras actividades inmediatamente productivas como para atender estos problemas.
El ciudadano que ha elegido ser un ignorante racional se plantea la siguiente alternativa: apegarse ciegamente al criterio de otros o abstenerse de participar (votar). Aprovechándose de esta circunstancia, existen muchos “grupos de interés” con fuertes razones para tratar de influir en el gobierno. Las autoridades necesitan devolver favores de campaña, tanto a sus benefactores económicos como a sus aliados políticos. Por ello, es frecuente que los gobiernos adopten medidas que poco se acercan a los “altos intereses de la nación” que dicen perseguir, pero que otorgan jugosas ventajas a determinados conglomerados. La reciente ola internacional de proteccionismo económico frente a las inversiones extranjeras en países como Rusia, España o Francia, ¿a quién beneficia? ¿A sus ciudadanos, o a grupos empresariales cercanos al poder político? ¿Cuántos contratos de endeudamiento externo fueron firmados por funcionarios de gobiernos corruptos, bajo la presión de grupos de interés locales comprometidos con las entidades que otorgaban los créditos? Generación tras generación, millones de habitantes de países pobres, sin saberlo, ven postergadas sus necesidades inminentes para hacer frente a obligaciones usureras.
Mientras tanto, las formalidades complacientes de la democracia representativa hipnotizan nuestra capacidad de reflexión. Los procesos usuales de deliberación pública se convierten en fórmulas mágicas de legitimación. La supuesta voz de la imaginaria mayoría, lo justifica todo.
La opinión ciudadana se traduce en una repetición irreflexiva de discursos tecnócratas difundidos por los medios de comunicación, demasiado ocupados con las demandas del mercado publicitario. Las discusiones cotidianas se convierten en una repetición maquinal de argumentos de otros (partidos, analistas, etc.). Así, el estudiante se encapsula fieramente en los axiomas de grupos radicales; el empresario, culpa al gobierno; el obrero, responsabiliza al empresario. El siguiente paso es obvio: la polarización emocional de unos y otros se materializa en enconadas disputas verbales irrelevantes, que generan tensión, anomia.
Restando quijotismos ingenuos, lo cierto es que los ignorantes racionales seguiremos existiendo, y los grupos de interés continuarán utilizándonos. La única solución radica en indagar medios institucionales que aclaren y simplifiquen el dialogo político. Por ello, vale la pena prestar atención a las reflexiones de Buchanan. Criticadas por muchos, sus ideas no pretenden reinventar la rueda de la teoría política, pero sí practicar un análisis realista, alejado de obstinados enfoques que intentan refinar las cláusulas de un idílico contrato social, excepcionalmente vigente.